miércoles, 4 de enero de 2017

Lo relativo de las personas


Ayer, mientras iba caminando por la calle con el peso de los regalos de Reyes sobre mis muñecas y un cierto rubor en las mejillas por el sobreesfuerzo mental, la fatiga, la gente, etc, noté que tenía un hambre terrible: ya hacía horas que había comido y llevaba toda la tarde dando vueltas. Entré en una pastelería y despachando estaba una antigua compañera de clase del colegio. La típica compañera que da muchísima guerra, habla a voces, vacila a los profes y esas cosas. Nunca tuve demasiada relación con ella, pero ahí estábamos: yo pidiendo una caracola con frutas y ella despachándomela detrás del mostrador. Me pareció una situación un poco absurda, porque no tengo la sensación de que el tiempo haya pasado tan rápido, pese a que tengamos ahora 24 años y haga por lo menos diez desde la última vez que compartiera aula con ella. La de cosas que habrán cambiado en nuestras vidas desde entonces. Ella trabaja poniendo cafés, yo en paro después de haber estudiado durante años y años; ella la más habladora de la clase, la de las malas notas, yo la más calladita y la de los sobresalientes... en fin. Cómo etiquetamos y cómo nos etiquetan, es bárbaro si lo piensas.

Siempre he pensado que para tener un trabajo de cara al público hay que valer mucho, ser muy educado, tener capacidades y aptitudes para ganarte al cliente... y ser muy paciente. Es un trabajo de bastante responsabilidad, pese a lo denostada que está la palabra camarero/camarera. Y ella estaba muy comedida, muy cambiada, un poco más gordita quizá, pero ella, enfrente de mi. Supongo que interpretando su papel, o quizá haya cambiado y ya no tenga aquel ímpetu que no le permitía callarse ante nada ni nadie. No hablamos más que lo estrictamente necesario, tampoco tenía claro que ella me hubiera reconocido, pero creo que cuando me vio, hubo una mirada en plan "nos conocemos". Pagué y salí de la pastelería, con mi caracola.

Más o menos enfrente, me topé con un mercadillo de artesanía que se organiza en mi pequeña ciudad cada Navidad. Todavía faltaban veinte minutos para que viniera mi bus a casa, así que decidí darme una vuelta. Y allí me encontré con otra antigua conocida de mi barrio, una chica un poco extraña, que nunca encajó demasiado bien con los demás niños. Yo tampoco encajaba, a decir verdad, pero siempre me pareció que ella estaba en peor situación que yo. Cuando se hizo un poco más mayor se rodeó de amistades poco adecuadas y estuvo dando tumbos durante muchos años. El caso es que allí estaba, tras un puesto de cosas realizadas a mano por ella. Pasé de largo. Esto de saludar a viejos conocidos nunca ha sido lo mío, está claro. Soy demasiado tímida.

Cuando salí del mercadillo, me senté en la plazuela de enfrente a comerme la caracola. En aquellos fríos bancos donde tantas veces me he sentado con amigos de la adolescencia, con el chico que me gustaba, con mi novio... Ahora me había sentado sola. Me puse a pensar en lo relativo que es el tiempo, las personas, las relaciones humanas... Cuando somos pequeños, todo parece mucho más sencillo: las cosas son como son, y luego van cambiando. Y es ese cambio el que nos descoloca: ese cambio es nuestro propio desafío que muchas veces no sabemos entender ni tampoco enfrentar. Ver cambios en los demás es lo que nos hace girar la rueda y vernos a nosotros mismos, para darnos cuenta de un día estamos aquí, en nuestra pequeña ciudad, y mañana estaremos en otro sitio, personal, mental o físicamente. 

Qué efímero es todo... El intenso sabor dulce del centro de la caracola me hace caer en la cuenta de que es hora de levantarse del banco y coger el bus a casa. En marcha. Mañana es día de cambios.

¡Nos vemos en el próximo té!


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Cuéntame tú ;)